jueves, 29 de marzo de 2018

Día 93

Se sabe, no todo es color de rosas en mi oficio. Edgar está en tercer grado. Tiene pelo cortado al ras, ojitos negros como brasas, contextura más bien robusta. Es inquieto, muy inquieto, contestador, díscolo. Creo que no le gusta inglés, no quiere aprender, quizás piensa que no puede, aunque de repente se ilumina y descubre la respuesta a alguna pregunta que hice en mitad del la clase. El otro día hizo un avioncito de papel con la fotocopia de una actividad que le di para hacer. Jugó un rato a pesar de que lo llamé, lo reconvine y finalmente, lo tiró al tacho de basura. Atrás, con el avioncito de papel, me fui yo, de cabeza al cesto de papeles, frustrada y triste, sabiendo que retándolo delante de todos no llego a buen puerto: nunca. En el momento, con veintitantos compañeros más, es difícil. Llamarlo aparte tampoco parece funcionar. Y entonces un día llego y el me muestra su cuaderno nuevo para inglés y me cuenta con orgullo que nació su hermanita. Todo el enojo se disuelve dando paso a la ternura. Le pregunto cómo se llama, si está contento, indago acerca de otros hermanos, y entonces el me larga así de zopetón: mis dos hermanos más grandes están en la cárcel. Actúo como si nada, le pregunto que hicieron. -Se pelearon-, dice él con vaguedad. Entonces me doy cuenta, con el corazón partido, que lo mejor que él puede hacer, es estar ahí, en mi clase, molestando o prestando atención, haciendo un avioncito de papel con la fotocopia que le di, jugando y tirándola a  la basura, porque quizás, sin quererlo, lo reté por demás. 



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