sábado, 14 de julio de 2018

Doce en el Paraná

 Éramos doce en el Tigre ese fin de semana. Doce mujeres, doce historias que confluían como los brazos de ese río, en ese lugar. Doce personas adultas que habíamos dejado todo para convivir unas horas, para rescatar la amistad, la historia en común, las rutinas del afecto, las charlas y las palabras, de la unión largamente conservada.
Mientras algunas –tres- se iban a remar por el río y otras a leer y caminar, me quedé con Marian, Ignacia y Lula, charlando de espaldas al agua.
-Yo la remo, toda la semana- había dicho jocosa ante la invitación a navegar en el kayak.
Y era, de algún modo: cierto, verdadero.
Cuando la invitación se repitió, reiteré la broma.
-Ya lo dijiste, más temprano- apuntó no sin sarcasmo, Caro.
-Bueno, sí. Pero no todas lo habían escuchado- repliqué velozmente. Y era verdad.
De repente, Ignacia saca a relucir una noticia, lo de Macrón y aquél adolescente que se tomó la libertad de tutearlo, de llamarlo por su primer nombre. Yo lo defendí, al adolescente digo. Y a mi postura, la que subyacía detrás de mis palabras, de mi idea de lo que tenían que ser la educación y la vida, en definitiva. Muy lejana de lo que opinaba Ignacia. Ella con muy buen tino, se levantó y se fue al muelle cercano a hablar por teléfono.
Quedamos  Lula, Marian y yo.
Ya no recuerdo por qué derroteros transcurrió la conversación, pero de repente advertí que estaba dando la espalda al río, a ese espectáculo hermoso de los árboles y las embarcaciones que iban y venían por el lugar. La neblina persistente que ocultaba y difuminaba las formas, tornándolas borrosas, poco definidas, confiriendo a todo un aire de novela de Agatha Christie según palabras de Ignacia, que lee mucho.
Entonces cambié mi silla de lugar y me senté entre Lula y Marian, pensando en proseguir con la conversación, que quizás, sin quererlo, había desalentado con mi fervorosa defensa del chico francés.
-Tenés que depilarte ahí arriba-, dijo Lula que observaba con desaprobación mi surco sub nasal.
-Bueno, como “tener”, no tengo, me lo depilo si quiero- respondí, un tanto irritada, ante el comentario gratuito, que no había invitado, ni consentido y que volvía a evidenciar tantas diferencias entre ella y yo.

Acto seguido, luego de dejar pasar unos minutos, me levanté, y yo también me acerqué al muelle donde Ignacia seguía hablando por teléfono.
Doce voluntades, doce personalidades, lo habíamos dejado todo, o al menos casi todo, por unas horas, para resaltar el vínculo de años, para rescatar en esa isla, el afecto y la historia compartida. 
El viaje de vuelta en lancha se me hizo largo, demorado, lento y aletargado. 
Ya en casa, me reconocí en los ojos y maullidos de mi gata que, detrás de la puerta, atenta, fiel y precisa, como la vida misma, me esperaba.
Ya en casa, me miré al espejo, con ojos críticos, casi con odio, y con resignada obediencia, tomé la gillette –rosa-  y eliminé de un saque y sin piedad de mi mentón y mi rostro, el vello, la pelusa y todo vestigio de salvajismo o masculinidad que pudiera opacar la condición de mi género, de mi sexo...débil. 
Más tarde me acosté a dormir y a los pocos días me olvidé de Lula y sus palabras, de mi respuesta y mi reacción, tardía, de obediencia privada, de capitulación posterior.
A veces las palabras son la única rebelión que nos queda, ante ciertos mandatos, ante ciertas órdenes. El último y seguro refugio. El recóndito y salvaje vello, que crece, con fuerza, revigorizado, insolente y vital, ahí, a lo Frida, justo sobre el borde del labio superior derecho, allí, donde más le molesta a Lula y a tantas como ella.

Dolores Velasco Suárez, 2018





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