Mierda con el dolor de muelas. No hay nada igual, nada peor.
La puta, como duele. Querés arrancarte la muela vos misma, escupirla, lejos, de
vos y de tu cuerpo que la resiente, y rechaza, esa punzada que se multiplica
por todo el maxilar derecho, taladrándote la cabeza y el oído, volviéndote una
completa inútil. Lo peor es que no querés ir al dentista, te resistís, porque
en parte sabés lo que te espera y la verdad no querés tener un diente menos,
que agonice, que muera, pero que permanezca ahí, inservible e inerte, alineado
con las otras muelas, para que al menos mastique un poco más un trozo de pan,
una fruta, una almendra, algo. Mientras tanto te retorcés del dolor y testaruda
te decís que no y no. No vas al dentista. Te cepillás con fuerza, hacés buches
y gárgaras. El dolor cede un poco, y vuelve, renovado al ataque. Probás tocando
otros puntos, otras partes del cuerpo, estallar de placer ahí abajo, y por un
instante pensás que lo lograste, sí, lo venciste, mientras temblás de
satisfacción y cierto orgullo, vanidad omnipotente, pero no, vuelve, renovado,
fortalecido, más intenso, más molesto que antes. Y entonces, al borde de la
rendición, abrís el Word y escribís, unas tras otras, las letras, las palabras,
los puntos y las comas. Pero no te engañes, ahí sigue, impertinente y terrible,
fuerte, casi diría, bello, el dolor más insoportable, más terrible, más
inigualable que puedas sentir.
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