(foto tomada en Ciudad de Buenos Aires, en pleno invierno, año 2018)
Sobre esto hace rato que quiero escribir. Pero no encuentro
las palabras, justas, necesarias, y es probable que esas palabras no existan. Además, duele. Allá por Julio – Agosto, conmovida y sacudida por la cantidad de gente que dormía
en la calle, se me ocurrió fotografiar a algunos. Lo hice sublevada al ver
desfilar ante mis ojos, tanto abandono, tanta desolación, tanta pobreza que –pienso
en estos días- no es lo mismo que la miseria, que abunda muchas veces entre
aquellos que más tienen, esas miserias cotidianas de la gente mezquina, egoísta,
vana, superficial, que se observan y se
sufren en el trabajo, en la calle, en la vida social, a veces en personas muy
cercanas y también en nosotros mismos. Pero la pobreza, el abandono, el haber caído
de un sistema, el no haber encontrado un lugar mejor que la calle para vivir, es
otra cosa. Los veo ahí, en las esquinas, en los cajeros, en las veredas, con
sus pocas posesiones algunos, con sus escasas pertenencias, este abrazado a su
perro, ella a sus libros y su vaso de cerveza, ellos dos que se tienen uno al
otro y sus puchos, unidos en un abrazo a la intemperie en la puerta de la Casa
del Teatro. Pienso tantas veces qué historias habrá detrás de estas imágenes,
de esta gente de carne y hueso, que tiene como cualquiera, hambre y sed, necesidades
y sueños que hubieran deseado cumplir. La falta de trabajo en algunos, de
vivienda, de amor. Cómo se descienden tantos escalones hasta llegar al más
bajo, y cómo nosotros, cómo este sistema, lo permite. Siento que tranquilamente
podría ser cualquiera de ellos, yo la que un día extraviada, huyera de mi vida,
de mis débiles vínculos afectivos, para buscar una libertad costosa que me dejaría, sucia, mal
vestida, anónima e invisible, tirada, como un trapo en alguna de esas veredas,
de esas esquinas. Aquél engañado, maltratado que elige dejar todo, huir, a esta
soledad desgarradora de la calle, llena de transeúntes que pasan todos los días
indiferentes, casi pisando o pateando al que está ya en las últimas, que ni
siquiera pide, que lo perdió todo, si es que tuvo alguna vez ese todo. Me
gustaría charlar con ellos, escuchar sus historias, y pienso, no serían
diferentes de las de cualquiera de nosotros, ella que se quedó sin trabajo y no
pudo pagar más el alquiler, a este otro a quien su esposa echó de su casa
porque se jugaba el sueldo en el bingo, en fin, mil y una maneras de caer, de
descuidarse y quedar así. ¿Y por qué dije: descuidarse? ¿Acaso no es este
sistema salvaje el que nos expulsa, nos limita, nos rotula, nos pone un código
de barras, un chip mental que nos dice, “merecés lo que tenés”?¿Qué hacer ante
todo esto? ¿Cuál debería ser mi respuesta? ¿Nuestra respuesta? No estoy segura.
Quizás una mayor conciencia social, un mayor compromiso con el otro, tan difícil
en este mundo que nos impulsa a “cuidar la propia quintita” y meterle para
adelante con las orejeras puestas, como los caballos, para evitar distracciones
y así lograr nuestros objetivos. Pienso una y mil veces y no encuentro
respuestas que me conformen porque esas respuestas deberían traducirse en
acciones concretas. Acciones que muchas veces dilato, porque estoy muy ocupada,
viviendo esta vida mía, pequeña, suficiente, feliz y egoísta.
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