A ver cuándo legalizamos el amor, el placer, el gozo, la alegría, la libertad, la tolerancia, la suprema voluntad de respetar al otro en su libre elección de vida, de camino, de todo lo que lo hace fuerte, feliz, sano y pleno. A ver cuándo nos dejamos de joder y construimos entre todos y todas un mundo más feliz, más justo, sí, feliz, porque la felicidad, si no es un derecho, debería serlo. Y ni hablar de la justicia. Vivir nuestras vidas. Sin que moleste al prójimo, sin que lo limite ni tampoco permitiendo que el otro nos anule a nosotros, pero ser felices, ir por la vida sonriendo, sin miedo, sin temor, sin vergüenza, con orgullo, porque cómo leí hace poco en el mural de la estación Pueyrredón de la línea H, : "En una sociedad que nos educa para la vergüenza, el orgullo es una respuesta política.". Esas palabras me abrazaron fuerte, me curaron un poco, en algún punto recóndito del alma donde había heridas que ocultaba con vergüenza, con humillación, como si amar fuera un pecado, como si ser diferente o distinto fuera un crimen, como si la locura pudiera confinarse a cuatro paredes, "curarse", reprimirse, corregirse. ¡Cuánto para aprender, cuánto para recorrer! A no bajar los brazos, aunque las señales -invisibles y sutiles- se multipliquen por todos lados. Aunque los obstáculos se presenten una y otra vez para taclearnos, para hacernos rodar por el piso. No importa, a levantarse y seguir. Adelante, siempre.
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